viernes, 28 de marzo de 2014

La autoayuda y esa furia

Estupendo artículo que explica por qué hay gente que no soporta los libros de auto ayuda, cuando como mínimo, no hacen daño a nadie...

Basta con mencionar la frase “libros de autoayuda” en algún ambiente ilustradopara que se desencadenen dos reacciones: desprecio o irritación. La primera escomprensible, pues existe la paradoja de que muchísima gente leída esreticente a aceptar las novedades que no se ajustan a unos parámetrosconstruidos y adoptados larga y trabajosamente. La segunda me resulta muycuriosa; ¿de dónde surge esa irritación sorda, a veces verdadera furia, que seda ante propuestas que, en puridad, abogan por la mejora de las condiciones devida de las personas y animan a tomar el destino de cada cual en las propiasmanos, tratan de combatir el pesimismo y la rendición ante la adversidad? ¿Aqué viene esa irritación de los progresistas ilustrados ante las propuestas defondo que subyacen en los libros de autoayuda? ¿No habíamos quedado en quela modernidad consistía, precisamente, en que los ciudadanos tomasen lasriendas de sus vidas y de que no existiesen mediaciones que interfiriesen en lavoluntad libremente asumida? Uno había llegado a creer que el mismo hecho deleer llevaba implícita una actitud de “autoayudarse”, es decir, de prescindir decualquier mediación autoritaria ajena al libre ejercicio de la autorreflexión apartir de lo leído y la consiguiente toma de decisiones de modo estrictamentepersonal. Se vé que no, y de ahí mi perplejidad.
Salta a la vista que hay un desencuentro cultural entre la cultura crítica de matriz europea y el pragmatismo anglosajón que subyace en la (mal) llamadaliteratura de autoayuda. Aunque algunos creen a ésta hija de la new age, lo esen realidad del new thought, corriente filosófica del siglo XIX que primero se llamó ciencia de la mente, y que propugna una experiencia directa del Creadorsin necesidad de intermediarios. El new thought o nuevo pensamiento, próximo a algunas corrientes del revivalismo evangélico americano, pone gran énfasis enque es el pensamiento lo que da origen a la experiencia, y de ahí su acento en la meditación, así como en una actitud positiva y en el uso de las afirmaciones. Pero es mucho más profundo que todo eso: leyendo a una de sus figuras más señeras, Neville Goddard, uno se topa de bruces con un gigante espiritual que sialguien tiene reparos en equiparar a Ramana Maharishi o a Jiddu Krishnamurti será por la reticencia a admitir que occidente también produce mentesiluminadas; en él hallamos la inconfundible huella de la no dualidad, o advaitavedanta, bajo un atractivo barniz cultural cristiano reformado y librepensador ala vez.
Tal desencuentro, sin embargo, surge de unas raíces más profundas que el enorme desconocimiento que la mirada popular europea tiene de Norteamérica (ese país de ignorantes paletos que dedica a sus universidades una cantidad dedinero equivalente a la totalidad del producto interior bruto de la Unión Europea). Los Estados Unidos nacieron como un acto de huida de la Europa queimpedía la libertad de culto y ahogaba la expresión del individuo. Cuando unos y otra hicieron sus revoluciones democráticas, la primera consagraba el individualismo creador y la segunda, en Francia, hacía lo propio con un estado centralista con vocación de inmiscuirse en las vidas de sus ciudadanos. En losucesivo, se acusaría a la cultura norteamericana de colonizar a las de losdemás países, pero lo cierto es que las culturas ilustradas occidentales noanglosajonas han sido colonizadas por el espíritu del estatismo einstitucionalismo francés, cuando de Estados Unidos no han hecho otra cosaque adoptar formas superficiales de cultura pop que han dejado intacta la raízdel pensamiento ilustrado europeo: la sujeción a la norma y a su encarnaciónmediante una institución, sea ésta oficial o consuetudinaria (para ver cómo seescribe una palabra, nosotros consultamos un diccionario producido por unaacademia institucional, ellos echan mano de uno creado por un editor privado;  allí no existe normativa institucional sino consenso de uso). Véase el sumo gusto que tiene el libertario Arturo Pérez Reverte de formar parte de la RealAcademia.
A los progresistas europeos que reniegan del individualismo pragmático americano les repatea el hígado tal acusación, pero, y ustedes perdonen, la realidad es que América ha producido a Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau y Europa… a Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir (¿cuánto ha  durado en el candelero el testimonio ejemplar y luminoso de Vaclav Havel?). Claro que si tenemos en cuenta de que la siniestra pareja son considerados elsúmmum de lo libertario, no hay más que hablar. Mientras la new left surgida en los campus de Berkeley promovía a Jerry Rubin y Allen Ginsberg, en la Rive Gauche triunfaba La cause du peuple, un periódico que reflejaba las bases ideológicas del experimento genocida que fue la revolución cultural china. Las gentes de izquierdas de cierta edad, en nuestro continente, no tienen reparos  en sentirse hijas de quien expresó la náusea de vivir y dictaminó que “el infiernoson los otros”.
¿Y eso qué tiene que ver con la autoayuda, oiga, dirán ustedes? Pues todo, la verdad. Lo que ahora llamamos autoayuda es una versión para todos los  públicos del pragmatismo anglosajón pasado por el optimismo hippie. Estados Unidos huyó de Europa porque sabía cómo se las gasta la civilización del viejocontinente (véase la purga de caballo que el consorcio francoalemán aplica a la  crisis económica y los ilustradísimos miramientos con que impone su diktat).  Su optimismo emprendedor no es un rasgo exclusivo de su capitalismo, sinoque es compartido por toda su estratificación social: ahí están las canciones arrolladoramente alegres de Pete Seeger, que no son tonadillas ingenuas sino himnos de batalla cívica y sindical. Seeger, por cierto, forma parte de la única iglesia del mundo que admite ateos, la Unitarian Universalist  Association. Y  Europa se da de menos de ese optimismo porque a su vez no le perdona lacombinación de éxito científico-técnico con soft power pop. El desprecio a la autoayuda es, pues, un nuevo rechazo del soft power en su  última forma cultural. Ahora ya no se puede renegar del rock, de los pantalones tejanos, ni siquiera de la televisión popular. La última frontera la marca pues la autoayuda, ante la cual el intelectualismo racionalista aún puede sacar pecho.Pero, ¿y esa furia, esa irritación profunda que sobreviene una vez se hamanifestado el desprecio del vil género literario de la autoayuda? ¿De dónde proviene la amargura que le subyace? De la misma fuente de la que brota el rasgo distintivo de la intelectualidad crítica europea: un tenebrismo pesimista que ha suplantado al optimismo creativo de la revolución democrática y al deseo de la experiencia vital propio del romanticismo (título del último libro del gran Tony Judt: “Todo va mal”). El espíritu que inspira la autoayuda no es el del capitalismo neoliberal que desea hacer del ciudadano un individuo inerme ante  las fuerzas económicas sin gobierno colectivo, sino el de la tensión romántica que llevó a Lord Byron a ser el primer brigadista internacional, por la independencia de Grecia, y a Mary Wollstonecraft Shelley a filosofar sobre las raíces de la vida y la  condición humana en Frankenstein. Desconectados de las raíces que nos vinculan al gozo de la vida y al sabor de la libertad, lo que queda son las circunvalaciones conceptuales de un pensamiento que se quiso crítico y que ha devenido tristemente cínico. Escúchense las críticas de la derecha cavernaria al movimiento de los indignados y percibirán, con otros motivos y en tono distinto, la misma amargura e idéntico desprecio. La furia de la frustración ante la simple mostración de que la gente quiere ser libre.

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